El Hobbit: Un viaje inesperado

A FAVOR, por Fausto Fernández

Para entender este hiperbólico retorno aventurero al universo de El Señor de los Anillos hay que ir a otro territorio mítico: el del King Kongque Peter Jackson dirigió en 2005. Aquel (incomprendido) remake era algo más que una nueva versión: era el film clásico de la RKO ampliado desde la obsesión de un fan total. El Hobbit es, de nuevo, La Comunidad del Anillo (2001), pero superpuesta, de una manera megalómana, al relato más ligero que Tolkien escribiera sobre Bilbo Bolsón y los 13 enanos. El resultado no sólo es muchísimo más espectacular, sino que el déjà vu acaba provocando una extraña sensación en quienes no acabamos de disfrutar de la trilogía anterior: la de, por fin, entender la vertiente lúdica, no tan grandilocuente, de la historia. Porque el mayor acierto de una película dilatada en su locura visual (entre Terry Gilliam y Raoul Walsh) es hallar ese tono ligero de gran entretenimiento. Sus escenas de escatología y violencia humorísticas conviven con otras clásicas (el duelo de acertijos con Gollum) y loas al heroísmo dignas del escritor George MacDonald Fraser.

EN CONTRA, por Jordi Costa
El Hobbit: Un viaje inesperado ofrece la respuesta más elemental a lo que parecía un complejo problema aritmético: ¿cómo convertir un libro de algo menos de 300 páginas en un una trilogía de cerca de nueva horas? La respuesta es… echándole guindas al pavo, hinchando la magia tolkeniana como si fuera un cuerpo adolescente en uno de esos gimnasios que venden disuasorios bidones vitamínicos a la entrada. Peter Jackson siempre ha apostado por la retórica del exceso, pero, hasta el momento, nunca habían faltado los hallazgos de ingenio y forma. Aquí, sí, El Hobbit es sólo levadura, una supuración histérica sobre un referente literario que, en otros tiempos, habría inspirado una miniatura imperfecta donde la poesía no estuviera exiliada. Jackson no hace nada que no haya hecho antes, pero lo que en la Trilogía de los Anillos uno disculpó por la monumentalidad del empeño (los fastidiosos planos aéreos, las imágenes ralentizadas) se afirma aquí como pura pereza ortográfica. Antes uno podía reconocer el influjo estético de Frank Frazetta bajo las imágenes: ahora todo brilla con la agresividad del kitsch élfico de Photoshop para mercadillos New Age.